Siempre se ha considerado el nacimiento de un nuevo individuo como un acontecimiento muy importante, pero hasta el siglo XIX no llegó a comprenderse con precisión el complejo proceso reproductor.
Todos los mamíferos, incluido el hombre, se multiplican por reproducción sexual. En el siglo XVII, el renombrado microscopista holandés Antón von Leeuwenhoek construyó un microscopio que le permitió ver que el semen (fluido emitido por el macho en la cópula) contenía pequeñas células cabezudas, los espermatozoides o células masculinas.
Las células femeninas correspondientes, los óvulos, no se descubrieron hasta 1827, año en que Karl Ernst von Baer, pionero de la embriología, las observó. En este intervalo se discutió acaloradamente acerca de los papeles respectivos del espermatozoide, llamado también espermio y espermatozoo, y el óvulo: algunos creían que el espermatozoide contenía un homúnculo o ser humano en miniatura y que la función del óvulo se limitaba a proporcionarle alimento a lo largo de la gestación.
La postura contraria postulaba que el papel del espermio era activar el ser humano preformado que se encontraba en el óvulo. En la actualidad sabemos que los homúnculos no existen y que los organismos complejos se forman mediante división celular controlada por los genes que cada célula contiene y que dirigen el desarrollo de la totalidad. Esto explica por qué los niños tienen características tanto del padre como de la madre. El óvulo y el espermatozoide tienen, pues, la misma importancia.

El término homúnculo, según Wikipedia, parece haber sido usado por primera vez por el alquimista Paracelso, quien una vez afirmó haber creado un homúnculo al intentar encontrar la piedra filosofal. La criatura no habría medido más de 30 centímetros de alto y hacía el trabajo normalmente asociado con los golems. Sin embargo, tras poco tiempo, el homúnculo se volvía contra su creador y huía. Actualmente la definción de la RAE es: Ser con características humanas, generalmente deforme y creado artificialmente.